En el transcurso de los siglos, las montañas han albergado algunos de los mayores misterios del planeta. Las leyendas, transmitidas de padres a hijos a través de generaciones, nos relatan increíbles y maravillosas historias. Historias de superación y sacrificio, historias de amor y felicidad, historias de miedos y tristezas, historias desbordantes de magia y misterio. Porque es en las montañas donde la tierra acaricia con los dedos el cielo, donde lo terrenal se da la mano con lo espiritual, donde el Yin y el yang encuentran el equilibrio. Es en esas cumbres donde los dioses se comportan como hombres y los hombres se convierten en héroes. Y es de los héroes de quienes nacen las leyendas. Hay tantos dioses como creencias, tantas aventuras como labios quieran reproducirlas, tantos héroes como oídos las escuchen y tantas leyendas como montañas. Se elevan sobre la tierra, majestuosas, aparentemente ajenas a los hombres y sus problemas, a sus guerras, sus miedos y sus envidias y sin embargo palpitan bajo ellas la capacidad y el poder de cambiar el curso de las cosas.
El monte sagrado de Fuji, Tassili n'Ajjer, en Argelia, las cinco montañas sagradas de China, el monte Uluru, en Australia, Popocatépetl e Iztaccíhuatl, en México, el monte Sinaí, el monte Olimpo, el Kalisha... todo el planeta está sembrado por montañas en las que han nacido leyendas que sobreviven hasta nuestros días; historias de hombres y dioses; cuentos llenos de misticismo que encierran los caminos de la sabiduría y del poder, los secretos de la vida y la muerte.
El monte Kenya (llamado Kirinyaga por la tribu kikuyu), situado en el corazón del país al que da nombre y cuya traducción es “la montaña luminosa” es una de esas montañas. Las tribus kikuyu, masai, ambu y ameru son agricultoras y ganaderas, viven de la tierra y creen que esa montaña es la casa de dios y para ellos es sagrada. Cuentan viejas historias del dios del Sol y la diosa de la Luna, de cómo los masai bajaron de la montaña, de como el jefe kikuyu se reúne con Ngai y cuentan la leyenda del sanador de estrellas.
Ndegwa llegó a la escuela aquella mañana con una gran responsabilidad, la mayor a la que se había enfrentado en los diez años de su intensa vida. Se hallaban en la ‘semana de las profesiones’ y todos los padres de sus compañeros habían estado en la escuela explicando, en las jornadas anteriores, en qué consistían sus trabajos. El padre del mejor amigo de Ndegwa, Achieng había arrancado las risas de los compañeros en una demostración de cómo se ordeñaban las cabras; una demostración en la que los propios Ndegwa y Achieng habían hecho las veces de bovino. La madre de Gitonca, que trabajaba de enfermera en el hospital de Chogoria les había regalado unas jeringuillas para hacer peleas de agua y unos preservativos para que se los diesen a sus hermanos mayores. Los padres de Kairu y Kaiga, los gemelos más temidos en las carreras escolares de la zona, les enseñaron fotografías de sus expediciones al monte Kenya acompañando a escaladores a los que servían de guías. Y después del taxista, la cajera del supermercado y el jefe de policía llegó el turno de Ndegwa. El pequeño kikuyu se puso de pie y se dirigió a sus compañeros:
- Buenos días, amigos. Mi padre, Iregi, no puede estar hoy aquí.- se lamentó Ndegwa, encogiéndose de hombros y haciendo una mueca mientras ladeaba la cabeza.- Tiene trabajo y no puede abandonarlo porque, como ya sabéis, vive en las montañas, a dos días de camino. – informó a sus compañeros buscando con la mirada la aprobación del anciano que le acompañaba, que asentía con una sonrisa de máximo orgullo. Y el pequeño, después de aclarar su garganta con una pequeña tos, prosiguió su parlamento. – por eso está aquí mi abuelo. Él fue quien enseñó a mi padre su oficio. Un oficio que mi familia lleva haciendo desde que los kikuyu bajaron de las montañas. Un trabajo que yo haré cuando sea mayor. Porque yo, como mi padre ahora y mi abuelo antes de él seré sanador de estrellas.
Y ante la cara de incredulidad de los padres y profesores y los aplausos e ilusionadas miradas del resto de niños, el anciano se levanto de su silla, besó a su nieto y se dirigió a los allí presentes.
- Buenos días. Mi nombre es Wamwara y es un placer estar aquí esta mañana – la voz de aquel octogenario sonaba suave, envolviendo a los oyentes en un manto de calma que les arrastraba a un estado de incondicional atención – Hoy os contaré la historia de mis mayores, la historia de mi familia y de como un anciano se convirtió, como ya os ha adelantado Ndegwa, en el primer sanador de estrellas de la montaña luminosa – Y tras esas palabras, el viejo sanador acercó una silla y se acomodó para iniciar su relato.
- A lo largo de los tiempos nunca ha habido un ser más poderoso que Ngai, dios del Sol, ni una diosa más bella que Olapa, diosa de la Luna. Cuenta la leyenda que Ngai se enamoró de Olapa y que, para estar más cerca de ella, creó la Tierra y la situó bajo la Luna. Imaginó, entonces, las montañas y el suelo creció bajo sus pies; pensó el mar y los ríos, y manó la lluvia e inundó los valles. Quiso Ngai que el árido suelo fuese cubierto de verde y oro y crecieron los árboles y el trigo... y dispuso que sirvieran de alimento a animales y hombres. Y a cada hombre, animal, árbol, río y roca dotó de alma; y de cada alma tomó una lágrima; y de cada lágrima brotó una estrella... y sembró el cielo con ellas para que hicieran compañía a la Luna y a su diosa. De tal manera está conectada cada estrella del cielo con un alma en la Tierra. Separó Ngai las estrellas en cuatro grupos y confió a los espíritus de los cuatro elementos sus cuidados. Así, el espíritu del fuego vigila las almas de volcanes, desiertos y reptiles; el espíritu del aire atiende el viento, las montañas y las aves; el del agua se ocupa de ríos, lagos y peces; y el espíritu de la tierra vela por los bosques, la sabana y el resto de animales que ni reptan, ni nadan ni vuelan. Quedó el firmamento dividido en doce partes, tres por cada elemento y Ngai, tomó una gota del alma del monte Kenya (que aún no tenía estrella) y la situó en el centro de los doce segmentos para que sirviera de guía y referencia al resto. Una noche, Olapa miraba a la Luna y vio como una estrella fugaz descendía hasta acariciar la cumbre del Kirinyaga. El estupor de la diosa mudó en pánico al ver resbalar, lentamente, la moribunda estrella por la ladera de la montaña. Corrió Olapa a advertir a Ngai de la caída de la estrella, agitando los brazos, descontrolados, por encima de su cabeza. Llegó hasta donde descansaba el Dios creador y, todavía sollozando, le relató el ocaso de aquella lágrima de alma.
El señor del Sol acompañó a Olapa y comprobó la huella que la estrella dibujaba en la ladera de la montaña. El rastro, como si de un caracol se tratase permitía adivinar el recorrido que aquel cometa errante había descrito desde que abandonara el cielo. Alzó, entonces, su voz y requirió la presencia del espíritu del fuego. El espíritu, adoptando la forma de un dragón, acudió a la llamada de Ngai.
Dios hacedor - las palabras del espíritu reflejaban el ímpetu que tan bien representaba el dragón – sé por que me habéis llamado pero tenéis que saber que no hay alma que esté bajo mi cuidado, cuya estrella no esté brillando, en estos momentos en el firmamento.
Descendió, a continuación, un águila del cielo y se dirigió a Ngai. – Señor del Sol, soy el espíritu del aire y no hay ave, viento o montaña, cuya estrella no luzca en el lugar que le corresponde.
Un pez asomó por el río para referirse en los mismos términos a las estrellas que cuidaba el espíritu del agua.
Y así llegó el turno al espíritu de la tierra, y un león se dirigió a Ngai - Vengo a decirte lo mismo que los espíritus de los otros elementos. Ni fuego, ni aire, ni agua ni tierra teníamos bajo nuestra protección la estrella que ha caído del cielo.
Impotente acerca de lo que estaba sucediendo, Ngai siguió el rastro que la moribunda estrella había ido dibujando desde la cumbre de la montaña hasta un pequeño lago situado en una explanada. Cuando llegó a la planicie observó como un niño se acercaba a él. El niño, de unos siete u ochos años de edad, corrió por la llanura con los pies descalzos hasta detenerse ante el dios y con los ojos encendidos por la emoción y sin esperar a recobrar el aliento, jadeó unas palabras que dejaron al poderoso Ngai aún más desconcertado. – Venga, corra, que mi padre está curando una estrella.- Cuando dios y niño llegaron a la orilla del lago el hombre, arrodillado junto a la agonizante estrella, se giró con una de esas sonrisas que sólo exhiben aquellos con un alma limpia - Hola, soy Ngugi, jefe de la tribu de los kikuyu y este es mi hijo, Mwai – y, dirigiéndose al pequeño, prosiguió - Mwai, éste es Ngai, dios del Sol y creador de todas las criaturas y las cosas que ves a tu alrededor. – El niño soltó la mano de Ngai como impulsado por un resorte activado por la sorpresa y la vergüenza y realizó una reverencia con la cabeza.
¿Cómo sabe un kikuyu sanar una estrella caída, cuando ni el dios que la ha creado conoce siquiera el motivo por qué ha caído? – interpeló Ngai al jefe kikuyu.
- Todo lo que hay en el universo tiene alma, si curas el alma, curas la estrella.
- Pero esta estrella no tiene alma - se lamentó Ngai.
Y a continuación explicó a Ngugi la manera en que cogió gotas de almas para formar estrellas, como los espíritus de los elementos cuidaban de esas estrellas y que ésta no provenía del alma de árbol, roca, río o animal.
- ¿Y el alma de los hombres? – El pequeño Mwai, que había estado atendiendo en silencio hizo ver a Ngai que había dejado las almas de los hombres fuera del cuidado de los espíritus de los elementos: estrellas como la que agonizaba a sus pies en ese preciso instante.
- El alma se alimenta de ilusiones y de sueños, cuando un hombre se siente abatido y le abandona la esperanza su alma se resiente y con ella, la luz que emite su estrella.
Ngugi abrazó a su hijo mientras proseguía con su discurso. – Si en el interior de esta estrella reposa parte del alma de un hombre, de una mujer o de un niño únicamente debemos darle amor. Porque incluso el alma con las heridas más profundas cura con tiempo y cariño. Y si curamos la estrella, devolveremos la sonrisa al dueño de su alma.
Y se dirigió a Ngai – Señor, cuidaré de esta estrella hasta que pueda regresar a su lugar en el cielo. Pero, has de saber que los hombres somos débiles y desfallecemos, nos cansamos, tenemos miedos, perdemos la esperanza y nos olvidamos de nuestros sueños con demasiada facilidad. Por eso he decidido quedarme en la montaña y ayudar a recuperarse a las estrellas que vayan cayendo.
Al comprobar la determinación en los ojos del Ngugi, al oír la convicción de sus palabras y al comprender que la decisión de aquel hombre era la de sacrificar su vida por mantener vivos los sueños y las esperanzas del resto, Ngai sintió una emoción que jamás antes había experimentado. Sus piernas temblaron hasta que tuvo que reposar sus rodillas en el suelo y las lágrimas brotaron de sus ojos. Y junto a la lánguida estrella y al orgulloso hijo, la montaña fue testigo de como un dios se comportaba como un hombre y de cómo un hombre se convertía en héroe.
El viejo Wamwara permanecía sentado en el aula de la escuela, junto a su exultante nieto. Delante de ellos, los compañeros del joven Ndegwa, expectantes, mantenían la respiración para que su aliento no interfiriese. Detrás de ellos, junto a unos padres y profesores cuya incredulidad había derivado en absoluta atención, se habían ido agolpando alumnos, profesores y padres de otros cursos.
- Por eso, si buscáis la cumbre de la montaña por la noche podréis ver como brilla el rastro que dejan las estrellas que caen. De ahí proviene su nombre: montaña luminosa. Y esa es su historia. La historia del monte Kirinyaga, la historia de Ngai y Olapa y la historia de como mi antepasado se convirtió en el primer sanador de estrellas.
Cuentan que aquella noche hubo más gente en la calle que ninguna otra noche en Chogoria. Dicen que todos miraban hacia la cumbre de la montaña luminosa. Y aseguran que nunca antes las estrellas habían brillado con tanta intensidad.